ECONOMÍA

Qué hay detrás del debate por las tarifas

Qué hay detrás del debate por las tarifas

Por Alfredo Zaiat – 

La interna expuesta entre un ministro y un subsecretario por la definición de un aumento de tarifas de luz y del monto de subsidios y la demora en la segmentación de usuarios deja en evidencia, aunque se pretenda eludirla, la cuestión central: el sistema de concesión del servicio básico y esencial de electricidad en manos privadas es ineficiente y costoso para el fisco, la población y la estabilidad económica.

El rumbo convencional del debate político y económico sobre las tarifas no aborda entonces el origen estructural del conflicto: el régimen de servicios públicos privatizados tal como está diseñado ya demostró que no sirve. Esto queda en evidencia con casi 30 años de vigencia de un sistema que fracasó en cada una de las promesas de la privatización.

La prestación a los usuarios es mediocre, las inversiones son mínimas e indispensables, la expansión es limitada y el fisco destina millonarios recursos denominados subsidios para que sean administrados por privados, que en parte son desviados para embolsar ganancias que los estados contables no registran.

Hoy son las diferencias entre el ministro Martín Guzmán y el subsecretario Federico Basualdo, ayer fueron otras peleas entre funcionarios, y mañana habrá otros protagonistas discutiendo sobre el nivel de tarifas, el monto de los subsidios y el supuesto sesgo prorrico y, en general, sobre el mercado energético. Será así mientras no se avance en un cambio drástico de las reglas de funcionamiento porque, en realidad, el sistema tal como está operando no puede dar respuestas básicas para impulsar un modelo de desarrollo integral, expansión industrial y mejora en la distribución del ingreso.

Ya sea con cuasi congelamiento de tarifas, una eventual segmentación o aumentos aplicados por mentes afiebradas de hasta el 3000 por ciento el actual régimen se exhibe insostenible.

Existe una evidencia histórica que muchos ocultan: con tarifas accesibles la economía argentina creció, la industria se expandió y las clases populares (bajas y medias) tuvieron un horizonte de progreso; en cambio, en el ya largo período de privatización de servicios públicos, de punta a punta, la economía dejó de mostrar dinamismo, la industria perdió participación en la generación de riquezas y las clases medias descendieron en la pirámide social y aumentó la cantidad de pobres.

Es obvio que las privatizaciones no son el único factor explicativo de ese proceso, pero no pueden quedar excluidas cuando se lo analiza y menos cuando se pretende recuperar un sendero de crecimiento con una macroeconomía sustentable.

Herencia
Cada uno de los tres ciclos neoliberales dejó pesadas herencias económicas que se siguen padeciendo hasta el presente. La dictadura cívico-militar, la desestructuración productiva; el menemismo en los ’90, la privatización de empresas estatales y el default; y la alianza macrismo-radicalismo, la deuda y el FMI.

Con voluntarismo político y con varias medidas estructurales consistentes, los tres gobiernos kirchneristas 2002-2015 buscaron atender esos frentes. Lo mismo trata de hacer el actual de Alberto Fernández.

El objetivo de cada uno de estos ciclos políticos es minimizar los costos derivados de esas pesadas herencias. En el terreno de las privatizadas, cuando intervinieron en forma sólida fue tomando el control (Correo, Aguas Argentinas, AFJP, YPF) como última instancia porque la situación era imposible de avalar en términos económicos, financieros y políticos.

En el caso del sistema energético, la estatización de la mayoría del capital accionario de YPF durante el kirchnerismo, concretada recién en el segundo mandato de CFK, fue el inicio de un sendero de recuperación de un área estratégica que quedó inconcluso.

Apagón
En el frente específico de la electricidad, con la división de la empresa de distribución estatal Segba en tres firmas (Edesur, Edenor y Edelap), con ya casi tres décadas de manejo del sector privado, está probado que es un régimen de concesión de activos públicos que no funciona.

Esa descomposición en tres para, teóricamente, competir entre ellas fue un fiasco. Un absurdo puesto que el servicio de electricidad es un monopolio natural. Esa división triplicó entonces la estructura gerencial con honorarios elevados -un sobrecosto innecesario- y generó una lógica privada de maximización de ganancias de un servicio público esencial.

En realidad todo el régimen de cuasi competencia por segmentos (generación, transporte y distribución) de la privatización de los ’90 fracasó.

Incentivó la búsqueda de rentabilidad no sólo con el aumento de las tarifas y el manejo financiero de los subsidios del Estado, sino también con la contratación a firmas vinculadas de “asesoramiento al management”, la compra e importación de insumos a empresas asociadas y la contratación de servicios de consultoría. Esta estrategia en el manejo del negocio, acompañado de una poco prudente política de endeudamiento externo de las firmas, sirvió para canalizar utilidades hacia los grupos controlantes.

La definición de la estructura tarifaria quedó de esa manera atrapada de una organización empresarial ineficiente en términos sociales y económicos. Con las tarifas cuasi congeladas, como sucedió durante el kirchnerismo, el monto de subsidios generó fuertes tensiones en las cuentas públicas. Los aumentos delirantes de hasta el 3000 por ciento, como se instrumentaron en el gobierno de Mauricio Macri, provocaron descalabros en el presupuesto de los hogares, ahogo económico de la actividad comercial y pérdida de competitividad de la industria.

Si uno y otro camino, incluso con flexibilidad en ambos extremos, conducen a conflictos con las empresas, estrés fiscal y desorden en el presupuesto de hogares, comercios e industrias, puede ser que algo falle.

El nudo de la cuestión tarifaria entonces no es el ajuste de 9 por ciento o proyectar dos aumentos en el año, para acomodar los subsidios en función de un objetivo de déficit fiscal en relación al Producto Interno Bruto, sino que la definición de un determinado nivel de tarifas con la actual conformación del negocio privado de electricidad tendrá siempre destino de conflicto.

Subsidios
Quienes entienden aspectos políticos y económicos del funcionamiento del mercado energético plantean la necesidad de discutir con rigurosidad el concepto de subsidios.

Se supone que existe un subsidio (transferencia de recursos públicos) cuando el precio (tarifa) es menor que el costo de producir (luz o gas). Sin embargo, si se calcula el subsidio en base a ese costo según el precio internacional o de importación por un lado y, a la vez, el monto de los incentivos al sector privado, se están suponiendo que se debe transferir a la tarifa del usuario final incluso lo que el fisco gira a las empresas para que potencien sus inversiones.

Es un esquema abusivo para las cuentas públicas e inequitativo para los consumidores de energía. Por eso en términos conceptuales existe un error cuando se habla simplemente de “tarifa subsidiada”.

Para no caer en confusiones el camino sería encontrar respuestas a los siguientes interrogantes: ¿Por qué si el costo de extracción del gas es de unos 2 dólares o el de producción de un barril de petróleo es 20 dólares, la tarifa tiene que ser mucho más elevada que esos costos? ¿Debe la tarifa, por ejemplo, cubrir el costo de extracción del Plan Gas que es un incentivo para que los privados inviertan?

Trampa
En este esquema hay una trampa: si el sector público entrega incentivos a las empresas para que inviertan y expandan la producción en el largo plazo, el sector privado no puede pretender –y el Gobierno convalidar- cargar ese premio en la tarifa del usuario.

En esa instancia aparece una definición fundamental: si la tarifa es menor a esa teórica de mercado, esa diferencia no debe denominarse “subsidio” al consumidor porque, en realidad, es un incentivo a la producción.

Por ejemplo, Tecpetrol, de la familia Rocca, recibió durante el gobierno de Macri por el Plan Gas 7 dólares por metro cúbico adicional, recursos públicos que le permitió financiar inversiones que le permitirá producir por varios años, cuando el costo de extracción era 2 dólares. No es justo para los usuarios residenciales e industriales tener que pagar la tarifa de gas vinculada a esos 7 dólares.

Resulta un despropósito que ese incentivo tenga que ser pagado por el consumidor final. En esa línea, no es correcto sostener que si la tarifa no cubre el incentivo que se suma al costo de producción entonces hay subsidio. Esta es una confusión que reproduce el poder económico para camuflar sus ganancias extraordinarias.

La experiencia ha demostrado que sin energía barata la economía argentina no hubiera tenido industria ni podría aspirar a una distribución del ingreso más justa ni a una clase media amplia. También ha quedado probado que tarifas altísimas, como las que aplicó la alianza macrismo-radicalismo, no significaron inversiones energéticas de envergadura ni básicas de mantenimiento.

Queda al descubierto que la mediocre calidad del servicio no está directamente vinculada a las tarifas, porque ya sean elevada o bajas siguió siendo deficitario para la mayoría de los usuarios y también fue mezquina la inversión para la expansión de la red hacia sectores excluidos

Integración
Como se mencionó al comienzo, el actual sistema energético es ineficiente. Vale recordar entonces como era antes de las privatizaciones.

Existía un régimen integrado y centralizado, con dos grandes subsistemas, uno eléctrico y otro de combustibles. De un lado estaba Agua y Energía Eléctrica –que se asemejaba a una YPF de la energía eléctrica–, Hidronor (El Chocón) y Segba. Del otro, YPF y Gas del Estado.

Era un sistema que funcionaba, con sus más y sus menos, en forma ordenada y eficiente.

Una vez que se determinaba la proyección del consumo anual, se establecía un plan de producción de energía desde la más barata hasta la más cara, empezando por el aporte de la hidroelectricidad, después las usinas atómicas, siguiendo el gas y finalmente el petróleo. Ahora habría que sumar las renovables (eólica y solar).

No había saldos exportables porque no había reservas suficientes, y además se privilegiaba el abastecimiento interno. De esa forma, la energía estaba al servicio del desarrollo del país, con el menor costo en cada una de esas fuentes energéticas y un cuadro tarifario más equilibrado que el actual.

Esa organización fue destruida con las privatizaciones. Se la cambió por la voracidad de lucro del mercado.

El modelo energético de los ’90 desestructuró ese esquema integrado. Ahora existe uno híbrido, donde los privados hacen poco y nada para expandirlo, y el Estado va realizando intervenciones de emergencia para mantenerlo a flote.

Este modelo energético ha revelado limitaciones con un sector privado administrador, operador y responsable del mantenimiento de la red energética, incluyendo la producción de hidrocarburos, mientras el Estado define el nivel de tarifas y, ante la ausencia privada, concreta inversiones para la expansión del sistema con un marco de subsidios o transferencias directas de recursos.

Es fundamental también que YPF estatal no tenga una administración con lógica privada, porque si es así es muy complicado poder avanzar en una transformación estructural del sistema energético.

Paradigma
El objetivo de una compañía privada es maximizar ganancias y destina recursos de acuerdo con una pretendida tasa de retorno económico-financiera. Exigirá entonces una tarifa acorde a esa utilidad esperada o reclamará un subsidio para alcanzarla o terminará disminuyendo la inversión comprometida.

Cada una de esas opciones encierra efectos no deseados: si suben las tarifas se afecta el poder adquisitivo de la población; si aumentan los subsidios se pone en tensión el presupuesto nacional; y si reducen las inversiones se generan cuellos botella en la producción y abastecimiento energético.

No es una labor sencilla eludir el bombardeo reduccionista de realidades complejas, más aún en un escenario donde se desarrollan negocios millonarios y actúan protagonistas centrales del poder económico.

La verdadera crisis entonces es la del modelo energético privatizado. La pandemia ofrece la oportunidad de avanzar en cambios de paradigmas. Pretender administrar un régimen ineficiente y costoso como si no existiese un escenario diferente, a partir de la actual crisis global, lleva al callejón de la frustración.

Los conflictos que puedan surgir en esa necesaria transformación se pueden enfrentar con los conceptos “activo estratégico”, con el petróleo y el gas, y “beneficio social”, con los servicios públicos. Operar bajo esas ideas, cuando el Estado es el encargado de administrar, controlar y expandir esos sectores, en algunos casos asociados con el capital privado, permitirá reducir tensiones tarifarias, fiscales y productivas.

La gestión diaria es una tarea imprescindible, pero también lo es entender los nuevos tiempos para encarar transformación estructurales. El Gobierno mostró excelentes reflejos cuando apostó por la vacuna Sputnik V y cuando se colocó como vanguardia de un debate mundial con el Aporte de las Grandes Fortunas. Han sido dos intervenciones oportunas que desafiaron a factores de poder. Con el modelo energético es momento también de hacerlo con esa misma audacia para crear uno nuevo para enterrar el actual ineficiente y de privilegios.

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