OPINIÓN

La vida no tiene que ser una mierda

La vida no tiene que ser una mierda

Por Marcelo Figueras – 

Cuando era chico, me lastimaba seguido. Y eso que era tranquilo, al menos en términos relativos. Nunca me dio por los deportes, pero trepaba árboles. Culpa de Tarzán. Me encantaba subir al ciruelo del jardín de mis abuelos, hacer equilibrio sobre la medianera y entrar por la parte de atrás al apartamento de mi bisabuela, que vivía en el piso más alto. (Digo esto y con el recuerdo me viene la voz de la vieja, llamando a mi abuela desde arriba: «Peeeepa… Peeeepa». Sonaba como el loro de un pirata, al estilo Long John Silver.) Ya fuese trepando, o corriendo o jugando a alguna otra aventura épica, llegaban los raspones, los golpes y los cortes. Nunca me rompí hueso alguno, pero la experiencia de las costras y las cascaritas que uno rascaba hasta que brotase la sangre me era familiar. Con el tiempo perdí la torpeza o me volví menos temerario, al menos en el sentido físico. (¿Soy yo solo, o para ustedes también las costras son cosa del pasado?) Hoy pienso en aquellas heridas y siento nostalgia. Había cierto placer en esa compulsión a rascar el tejido que cicatrizaba. Pensar en ese tiempo tan distante equivale, en mi cabeza, a evocar la magdalena proustiana del sabor de mi sangre, que encontraba deliciosa.

Llevo días ponderando la aventura de este texto y hasta aquí he llegado: al recuerdo de los magullones, los tajos, los dientes flojos y la sangre propia, ya sea fresca o en diversos estados de coagulación. La intención era exorcizar lo que significaron estos cuatro años que el martes 10, cuando asuma el nuevo gobierno, pasarán a integrarse al bloque del pasado. Pero no quería armar una lista objetiva de hechos. En primer lugar, porque se convertiría en un hilo interminable: no hubo uno sólo de estos 1.500 días y pico durante el cual Macri y sus sátrapas no hayan dañado a alguien. Dado que formalmente no soy un periodista político ni económico —en estos días encontrarán Diccionarios de Heridas Producidas por Cambiemos en infinidad de otros medios; el documental de Tristán Bauer Tierra arrasada es un buen recordatorio—, buscaba algo distinto, otra forma de plasmar el daño recibido; para metabolizarlo mejor y de ser posible para pulverizarlo, como se desarma entre los dedos el cascote con que nos embocaron arteramente.

Le pregunté a aquellos que me siguen por la radio qué sentían que se iba con esta gente horrible, los ya-casi-ex funcionarios que en estas horas llenan camiones de mudanza. Era una pregunta difícil, porque demanda una capacidad de síntesis en términos simbólicos que no suele tener el común de los ciudadanos. Pero se ve que el dolor y la angustia empujaron a muchos en la dirección de la sabiduría, porque recibí montones de respuestas que trasuntaban una comprensión profunda del trauma.

@MarcelaDorado 78 dijo que con Macri se iban «su cinismo, sus miradas de hielo, su desprecio por el obrero y toda su ignorancia». Para @AliciaAndelo, se va «la sensación de indefensión, la incertidumbre permanente, el nudo en la garganta, el insomnio». Para @lisandrogalma, lo que se va es un gobierno «constructor de imágenes» que nunca se correspondían con la realidad. Para @gringodeboedo, lo que se va es «esa angustia de pensar que el futuro siempre será peor», o —en términos de @andresunidadsi— «la idea de que todos los días te van a joder con algo». Para @Vercingetronix, lo que se las toma con Macri & Co. es «la vergüenza de que estén, la crueldad hacia los débiles y el servilismo con los poderosos». Según @elunoeseluno, lo que dice adiós es «la psicopatía en traje fino, el desfalco con guantes blancos, el odio perfumado y la tristeza de un pueblo roto». @elpabloeduardo es terminante: «¡LA REPRESIÓN!» El resto completó el cuadro colectivo, cada uno aportó su pincelada: los lugares comunes, la falta de argumentos, la antipolítica, el cipayismo, el terror, la bronca de ver viejos y niños tristes, «el clasismo inmundo», la desarticulación del lenguaje para vaciarlo de sentido y por ende de poder para construir el mundo…

Por supuesto, alguna de las heridas de estos cuatro años hay que recordarlas con nombre y apellido. El gobierno que se va es el asesino de Santiago Maldonado y de Rafa Nahuel, de los 44 tripulantes del ARA San Juan, de Sandra y de Rubén, de los pibes masacrados en Monte. Pero como tenían claro que nuestro pueblo creó conciencia a partir del ejercicio de la memoria y el homenaje a las víctimas con nombre y apellido —por algo los inquietan aún las cifras de desaparecidos—, socializaron la violencia; la horizontalizaron, de tal modo que listar el daño que produjeron se volviese imposible y que los que escriben la Historia bajasen los brazos, derrotados por la magnitud de la tarea que significaría dar cuenta de tal catástrofe. Siempre me acuerdo del fragmento de Sylvie and Bruno Concluded donde Lewis Carroll describe el absurdo de crear un mapa en escala 1:1, es decir, de las mismas dimensiones del terreno representado. ¿Quién que estuviese en su sano juicio intentaría describir el daño causado por el gobierno saliente —incluyendo las violencias que no llegan a los diarios, como las neuronas muertas de los pibes subalimentados y los viejos que se fueron antes de tiempo por falta de medicación—, cuando la diferencia entre la lista de las víctimas y los resultados de un censo nacional se insinúa mínima?

La Justicia formal debe asumir su responsabilidad respecto de los crímenes de acción y omisión. A los ciudadanos del llano nos cabe otro deber, el de terminar de entender qué (nos) ocurrió y consensuar la experiencia vivida, para así alcanzar la posibilidad de superarla y evitar su repetición. Si lo piensan, verán que los síntomas que experimenta la mayoría de la población —muy por encima del casi 50 % que votó por Alberto y Cristina, más cerca del 91,8 que en la última encuesta de Hugo Haime asumió que la situación actual del país es «muy grave»— se parecen a los de las víctimas de Trastorno de Stress Postraumático. Lo que sentimos los argentinos, lo que pesa sobre nuestras almas, tiene elementos en común con lo que experimenta la gente que sobrevivió a guerras, huracanes y tsunamis, violaciones o accidentes graves.

El primero de esos síntomas es la culpa. Gran parte de las víctimas de Stress Postraumático siente que es responsable de lo que le ocurrió. (El hecho de entender que se trata de una noción irracional —nadie tiene la culpa de que irrumpa un huracán— no disminuye la intensidad del sentimiento.) Y la plutocracia macrista alimentó el temor de tantos argentinos de haber gozado de un bienestar que no les correspondía ni se merecían; la idea de que el relativo desahogo que era la norma durante las administraciones de los Kirchner no se correspondía con lo esperable en un país democrático con gran potencial natural y humano, sino con una situación irreal, algo que no podía sustentarse en el tiempo — la famosa «fiesta irresponsable».

Pero eso no es cierto. Aquel bienestar era lo mínimo que se le podía exigir al Estado de un país como el nuestro. Y nadie a excepción de sus responsables directos debe sentirse culpable de lo que Macri perpetró desde el gobierno: ni las fuerzas políticas que fueron derrotadas en las urnas en 2015, ni el pueblo votante. Lo que se hizo o dejó de hacer puede explicar la victoria de Macri en las urnas, pero no explica —ni mucho menos justifica— lo que hizo desde que llegó al gobierno. Estaba claro que iba a haber un viraje en las políticas estatales, pero no había forma de prever el salvajismo de sus medidas, la crueldad que las animaba y la impericia que intervino en su diseño. Uno puede asumir que si cruza por la mitad de una calle dándole la espalda al sentido del tránsito, sus posibilidades de ser atropellado son enormes. Nada de eso pasó en 2015. Tanto el peronismo como los ciudadanos de a pie seguimos cruzando en las esquinas, cuando el semáforo lo permitía. Pero lo que ocurrió tampoco fue un accidente. No es que al conductor de un camión se le rompió la dirección y se subió a la vereda, produciendo un desastre. Lo que tuvo lugar fue un ataque vicioso.

Por eso somos tantos los que, para entender aquello que hemos sufrido, necesitamos trascender el análisis político y hablar de angustias, de insomnio, de indefensión, de vergüenza, de tristeza. Porque no es que nos tocó un gobierno malo como tantos otros, cosas que pasan, quevachaché. Lo que experimentamos durante estos cuatro años se parece, más bien, a ser víctimas de una jauría humana que nos asaltó en la calle, nos molió a golpes y nos violó; manada que después, cuando se acercaron las cámaras de los cronistas, le echó la culpa a otros y dijo que sólo se había aproximado a ayudar, a tender su mano.

Hasta que no asumamos que esto fue así, no vamos a dar un paso adelante. No tenemos la culpa de que haya pasado lo que pasó, nunca dejamos de hacer lo correcto. Y no sufrimos un accidente, fuimos víctimas de un ataque tan avieso como deliberado cuyas características no se podían prever —no con semejante intensidad, no con esa saña— y, en consecuencia, para el cual no había forma de precaverse. La sociedad argentina quedó en manos de los psicópatas de Funny Games, la estremecedora película de Michael Haneke (1997). ¿Somos responsables de haberles abierto la puerta a esos extraños, en este caso mediante la vía del voto? Así es. ¿Teníamos forma de adivinar que arrasarían nuestras vidas con tanta violencia, y en tiempo récord? La verdad es que no. Me impresionó la mujer que, en el documental de Bauer, agita su factura de servicios públicos de casi cien lucas y, prematuramente envejecida, dice entre lágrimas: «Esta pésima vida». Esa mujer agradable y bien educada, que vino al mundo en un país de clima amable y tierra fértil, se siente como una viejita que vive en una tienda precaria en medio de la tundra. Ya no es una mujer argentina de clase media: es un personaje de Dostoievksi, a quien le tocó vivir en una situación extrema y que siente que la experiencia la arrasa.

Fuimos víctimas de un ataque salvaje. Y ahora estamos rascándonos las costras, saboreando la sangre que todavía no se coagula en los huecos donde antes hubo dientes. Esta vez no se trata de la melancolía que surge al recordar los porrazos de la infancia, nada que ver; nunca sentiremos nostalgia de estas cicatrices nuevas, al contrario, cada vez que las veamos o las recorramos con los dedos sufriremos un escalofrío. Estamos comenzando a vivir algo parecido al alivio, porque volvimos a actuar de modo responsable e hicimos lo que había que hacer —los rajamos de la Rosada, a la primera oportunidad y de forma contundente— y nuestros victimarios deben abandonar el lugar de poder desde el cual hicieron tanto daño. Por eso tenemos derecho a congratularnos, a mirarnos nuevamente a los ojos, a abrazarnos y a sonreír. Nos pasó algo terrible y reaccionamos bien. De lo que se trata ahora es, primero, de archivar esa droga que nos inocularon y que nos persuadía de que merecíamos toda la mierda que nos pasaba. Días atrás, uno de mis compañeros de la radio, Nico Lantos, me mostró un afiche que el laborismo inglés liderado por Jeremy Corbyn está usando en estos días previos a las elecciones. Life Doesn’t Have to Be Crap, decía. Lo cual me gusta traducir así: La vida no tiene que ser una mierda. De eso quisieron convencernos, a eso quisieron que nos resignásemos.

Les salió mal.

Por eso hoy tenemos derecho al regocijo. Voy a pedirle a los oyentes de la radio que ahora me digan qué es lo que viene, qué aspiran que llegue a partir del 10 de diciembre. (Algunas diferencias son obvias. Minutos atrás leí un twitt de @grindan que marca un pequeño salto de calidad en la cartera de Economía: De un panelista de TN chupando whisky a uno que lo felicita un Premio Nobel por su nombramiento.) El cambio en el estado de ánimo se percibirá de inmediato. Ya no estaremos sometidos a un gobierno que trata de cagarte la vida todos los días, y eso no es poca cosa. También ayuda la tranquilidad de saber que no seremos espiados, que no iremos presos por twittear y que si queremos reclamar algo que consideramos justo ya no nos golpearán ni gasearán. (Salvo que nos expongamos a la Policía de la Ciudad, ojo.)

Pero hay algo a lo que no tenemos derecho. Y eso es olvidar, perder la conciencia de lo que nos pasó y el modo en que eso recalibró nuestras vidas. ¿Puede la víctima de un ataque feroz rehacerse y ser feliz? Puede y debe. Lo que no puede es ser ingenua, ponerse en situación que permita que vuelva a ocurrirle algo parecido. Para eso están las cicatrices, tanto la físicas como las otras: para que no olvidemos que algo nos marcó de modo indeleble. El documental de Bauer me recordó aquel tramo del discurso de Cristina del 9 de diciembre del ’15 —yo estaba en medio de aquella multitud, entonces—, cuando dijo que «dentro del cuerpo de cada uno de los 42 millones de argentinos hay un dirigente… Un dirigente de su destino y el constructor de su vida». Como en tantos otros temas, recién hoy asumo hasta qué punto tenía razón. Mi propia vida es un prueba. A fines de ese año yo era apenas un escritor que quería seguir escribiendo sus historias, desde el interior de su burbuja. La brutalidad del ataque de los émulos de Funny Games me impulsó a volver al periodismo que había dejado atrás, porque necesitaba hacer más que escribir novelas, algo que me permitiese trabajar sobre esa realidad de modo más directo — militar políticamente del modo que me era más natural. Y hoy ese mismo impulso me lleva aún más allá, a asumir responsabilidades que nunca había buscado pero que aparecen en la organización de esta Argentina que se sobrepone a sus heridas y vuelve a caminar.

Existen tiempos históricos en los que uno puede relajarse y vivir esa vida idílica al modo de las publicidades de los ’50 en los Estados Unidos: la oficina pulcra, el viaje de regreso en auto, la casa con cerco blanco, la cena en familia con el perro encantador que espera las sobras, la sobremesa con pipa, pantuflas y la TV encendida. Pero existen otros tiempos —y este es uno de esos— en los que uno debe practicar lo que se llama double duty, ejercer una responsabilidad doble a diario, al estilo de los espartanos. Por un lado se trabaja y se goza, por el otro se vive en estado de alerta y se sabe que, en tanto dirigentes de la reserva que voluntariamente defiende los derechos de los ciudadanos argentinos 24/7, hay que estar listos a salir a la calle apenas suene la alarma. Los espartanos no se entrenaban por deseo, se preparaban como lo hacían por necesidad: nación pequeña rodeada de enemigos poderosos, o te alistás para defenderla o te pasan por arriba. (¡Si hubiesen permitido que sus mujeres batallasen también, nunca habrían sido derrotados!) Y esa es también nuestra necesidad de hoy. La oleada neoliberal articulada por las corporaciones, los jueces y los medios fracasó en poco tiempo; en consecuencia, su próxima arremetida será más descarada, más violenta en términos físicos — a menos que presentemos un frente unido que la torne inviable.

Puede que Corbyn no lo sepa, pero La vida no tiene que ser una mierda es un slogan que huele a peronismo. Eso es lo que dijimos el 27 de octubre y es lo que defenderemos a partir del 10 de diciembre, los millones de dirigentes que hoy somos.

La alegría de esta semana nos la ganamos en buena ley. Pero para alcanzar la felicidad simple a la que aspiramos —y aspiramos a ella porque la merecemos—, no hay que volver a bajar la guardia ni un minuto. Eso es lo que enseña la experiencia reciente, que debemos capitalizar en el contexto de este mundo que cada vez se parece menos a aquel donde crecimos. Como decía mi abuelo, aquel gordo al estilo Orson Welles al que le gustaban el whisky y los puros y que me enseñó a reír y llorar al mismo tiempo, como sin duda haré más de una vez esta semana: Cocodrilo que se duerme es cartera.

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